Algunos lloran, otros nos tragamos las lágrimas. Unos se
esconden y otros hacen reverencias a los carceleros. Unos muestran su miedo,
otros mantienen una actitud digna y miran al frente con el convencimiento de
estar haciendo el último viaje.
No percibimos la lluvia, el barro, el frío... Hemos dejado
atrás los vetustos barracones y solo vemos las torretas desde donde nos vigilan
y la doble fila de soldados que nos conduce, inexorablemente, hacia el gran
caserón aislado, cerrado herméticamente, salvo una pequeña puerta abierta. Los
soldados nos urgen con gritos y empujones pero, nosotros, no tenemos prisa por
llegar.
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