domingo, 11 de marzo de 2018

Túnez VI


En el último día de excursión, tocaba ver las llamadas casas trogloditas. Casas horadadas en la arena. Como eran pocos los interesados en ese viaje, un todoterreno fue recogiendo de los diferentes hoteles a las cinco personas interesadas en la excursión. 

Quizás porque parte del viaje discurría por los aledaños del desierto, el aire acondicionado del coche iba a una temperatura bajísima. Al menos, así me lo parecía. Iba de lo más incómodo, deseando de salir del coche para sentir el calor del desierto. Pensaba que, unos minutos más a esa temperatura tendría que sufrir, seguro, una pulmonía, pero el todoterreno parecía no tener intención de parar nunca.

Al fin lo hizo y todos pudimos estirar las piernas y compensar el frio del coche con la alta temperatura exterior. Ya se había hecho la hora de comer y el conductor del todoterreno nos llevó a un hotel horadado en la tierra. Tuvimos que recorrer un interminable pasillo que, salvando varios desniveles, daba acceso a una red de habitáculos, llenos ya de comensales, hasta llegar al nuestro. La temperatura era excelente, constante a lo largo del año, según nos dijo el conductor, mientras nos servían un estupendo kus-kus.
Una vez acabada la comida, fuimos a visitar algunas de aquellas llamadas “casas trogloditas”. No me pareció apropiado el nombre; todas ellas estaban, como el hotel, horadadas en la tierra y compuestas por diferentes habitaciones, de una pulcritud y una limpieza admirables, adornadas con almohadones y tapices multicolores, similares a los que había visto en el telar de Sidi Bou Said y habitadas por personas amables que me parecieron como que cumplían con un trabajo por el que, quizás, recibieran alguna compensación económica, pero que les sometía a mostrar su intimidad a personas que, en muchos casos, no verían en aquello más que una postal de viaje. Supuse que debían estar hartos de aquella continua verbena…

En un segundo, el paisaje cambió completamente. Acabábamos de salir de visitar una de aquellas casas, con un sol abrasador cayendo sobre nuestras espaldas que nos hacía añorar la temperatura amable de las cuevas, cuando un grupo de hombres armados, con las caras cubiertas por tidjelmousts que no dejaban ver más que sus ojos, se abalanzaron sobre nosotros, pusieron a todos cuerpo a tierra y, el que parecía ser el jefe, me agarró de la camisa, me levantó del suelo, y amenazó a todos los del grupo con matarlos si se movían de allí antes de que ellos desaparecieran. Para refrendar su amenaza, disparó al aire una ráfaga del fusil ametrallador con que iba armado y me arrastró, hacia un todoterreno Toyota que tenían a pocos metros. En pocos segundos, desaparecimos en dirección al desierto. Nadie de los que presenciaron el hecho hizo un movimiento para impedirlo. Según pude saber después de mi liberación, el guía recomendó al grupo de turistas no seguir allí ni un minuto más, subieron a su vehículo y emprendieron la vuelta a Hammamet. Allí denunciaron el asalto de que habían sido objeto y mi secuestro.

Como te decía, una vez en el todoterreno, estuvimos viajando toda la tarde, y parte de la noche, por el desierto. Siempre hacia el sur y pienso que salimos de Túnez ¿A Argelia? ¿A Libia? No lo sé. Si, en general, las fronteras no tienen mucho sentido, en el desierto mucho menos. Durante el viaje, nadie habló, la luz del día se fue apagando y se hizo noche cerrada antes de llegar a nuestro destino.


Cuando paramos, lo hicimos junto a un grupo de jaimas instaladas en lo que debía ser un pequeño oasis, me instaron a bajar del todoterreno, me introdujeron en una de las tiendas, me desataron y me pusieron ante una mesita, rodeada por otros hombres vestidos como los que me habían secuestrado, y me instaron a comer algunas cosas como las que te estoy ofreciendo; te puedo asegurar que lo hice sin hacerme demasiado de rogar. Allí probé un té que me pareció mucho mejor, aunque te pueda parecer extraño dadas las circunstancias, que el que había probado en Sidi Bou Said...

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