Aquí estaba yo, en la aduana del aeropuerto de barajas, a
la una y media de la madrugada, esperando a que “el vista” volviera de tomar su
cena según me había informado el agente de la guardia civil que me retuvo a mi
llegada. En la misma habitación, y en espera de la misma persona, estaba el que
había sido el director de la Escuela en la que yo había estudiado, acompañado
de dos elegantes señoras y de tres enormes maletones, como yo no había visto
antes.
Su presencia y el tamaño de las maletas me tenían
intrigado ¿Que haría aquí D. Miguel con aquellas maletas? Por lo demás, no era
raro teniendo en cuenta que él era natural de las islas de donde yo acababa de
llegar.
Yo venía de participar, durante los últimos tres días, en una convención, que el nuevo responsable para Europa de la compañía americana para la que
trabajaba, y a la que había convocado a representantes de nuestras oficinas y clientes de toda
Europa. Una convención por todo lo alto; sobre todo, teniendo en cuenta que la
situación económica de la compañía no era demasiado boyante.
Una vez acabada la convención, decidí hacer la compra que
tenía prevista. Un reproductor de vídeos VHS. En un puerto franco se podían
comprar este tipo de cosas a un precio más bajo que en la península. Estaba el
problema de la garantía, pero, por una vez, decidí hacer algo de lo que
algunos amigos presumían pasándote por los morros ese reloj estupendo o esa
calculadora que habían comprado tan baratos en cualquier lugar fuera de España
o, al menos, de la península.
Fui a la tienda y regateé con el indio de turno el precio del reproductor NEC que me ofrecía y que parecía estupendo. Había un pequeño problema,
el manual estaba en sueco, danés y noruego. Con el inglés me puedo apañar
pero con estos idiomas... El indio me aseguró que estaban traduciendo el manual
al español y me pidió mi dirección para enviármelo. No lo pensé más y lo
compré.
En el hotel, estropeé la caja todo lo que pude, la
pintarrajeé con bolígrafo, la até con cuerdas, solo me faltó darle un
martillazo al aparato...No sirvió de nada. Cuando, a la llegada a Barajas, pasaba delante del guardia civil de turno, éste me paró y pregunto con tono bastante
agrio:
— ¿Que lleva usted ahí?
—Un reproductor de vídeo, respondí.
— ¿Cuánto le
ha costado?, preguntó en el mismo tono.
Le explique que venía de una convención que había
organizado mi empresa, que el reproductor del hotel estaba estropeado y había
tenido que llevar el nuestro.
— ¿Tiene la factura?, preguntó. Le dije que no y casi gritando me
dijo.
—Espere usted aquí hasta que venga “el vista”.
Cuando “el vista” llegó y vio lo que tenía allí vino a
preguntarme y yo le dije, con la mayor tranquilidad que pude aparentar, que no
tenía prisa, que atendiera a las otras personas. Tenía interés en conocer el
misterio de las maletas.
Se fue a por D. Miguel y las señoras y les pidió que
abriesen las maletas. De allí salió toda clase de ropa de marca, italiana, sin
estrenar, de hombre y de mujer y D. Miguel se puso a explicar que esa ropa era del
Cabildo ¿del Cabildo?
El vista, viendo que aquello iba a ir para largo, se volvió
hacia mí y pregunto:
— ¿Y a usted que le pasa? ¿Que hay en ese paquete?
Conté de nuevo la historia del vídeo y me preguntó lo mismo que el guardia
civil
— ¿Cuánto le ha costado?
Volví a repetir la historia del reproductor
estropeado del hotel, que aquel era de la empresa...
Me miró con cara de guasa y me dijo:
— ¡Váyase usted!
Salí de la sala más contento que un tonto con una gorra a
cuadros y preguntándome en que estaría metido D. Miguel, funcionario de carrera, abogado — un tiempo
después consiguió un puesto en el Tribunal Constitucional —
intentando pasar ropa de importación diciendo que era propiedad del Cabildo.
Conseguí hacer funcionar el reproductor de vídeo con la
ayuda de Peter, un compañero de trabajo, y de los esquemas del manual en idiomas escandinavos. Por
supuesto, nunca más tuve noticias del indio ni del manual traducido al español; ambos se quedaron en las Islas afortunadas.