domingo, 28 de octubre de 2012

El tío Alberto


El tío Alberto es el solterón de la familia. Hermanos y sobrinos, habíamos recibido su invitación y acudimos, resignados, a pasar una aburrida noche de viernes.
La cena, espléndida. Josefina, su fiel sirvienta, se había esmerado y la conversación, animada, ponía sordina a unos sonidos monótonos.
Ya tomando café, el tío se revolvía, nervioso.
¿Pasa algo? Pregunté.
¿No oís ese ruido? tic, tac, tic, tac…, Dijo.
El sonido nos conducía hacia el desván ¡Corrimos! Entramos en tropel empujando la puerta y una mujer, guapísima, nos recibió sonriente, sentada junto al viejo reloj.
¡Mi prometida! Anunció el tío.
Nos quedamos mudos por la sorpresa. Por una vez, la noche del viernes con el tío, no había resultado aburrida.

sábado, 20 de octubre de 2012

El cura ( II )


D. Félix, terminó la carrera joven, incluso recibió una dispensa papal para que pudiera cantar misa antes de cumplir la edad mínima prevista.

Curiosamente, había llegado al sacerdocio por un capricho del destino. No parecía estar destinado a ello. Su madre quedó viuda al acabar la guerra civil, con dos hijos pequeños: Félix y Aurora. El padre había muerto luchando por el bando republicano.

Ante lo precario de la situación económica, Félix y Aurora fueron internados en sendos colegios religiosos, de los que no debían salir hasta llegar a su mayoría de edad.

Félix, demostró un nivel de inteligencia poco común y, terminados sus estudios primarios, ingresó en el Seminario donde terminó su carrera en un tiempo récord.

Cantada su primera misa en la iglesia que ostentaba el arciprestazgo del barrio donde había nacido, se planteo su futuro. Su carrera había sido seguida con atención por Monseñor, por su brillantez, y decidieron no tomar una decisión precipitada al respecto.

Le asignaron la capellanía de un convento de monjas y unas clases de religión en un colegio, ambos de la orden a la que pertenecía.

Decía su misa en la capilla del convento, temprano, a las 8, rapidita. Al acabar, organizaba su agenda del día: Clase/s de religión en el colegio. Rastrillos y actos de caridad junto a señoras de la alta sociedad. Visita al arzobispado, ─ para mantener las buenas relaciones con monseñor ─.

Era joven, tenía demasiada energía. Se compró una moto deportiva. Necesitaba un vehículo ágil que le permitiese llegar a tiempo a todas sus citas. Era un primor verle como se arremangaba la sotana para no mancharla con la grasa del motor, y llegar al colegio entre el revuelo y la admiración de los chavales que se resistían a dejar de mirar la maravillosa moto.

Mas tarde, su llegada al Rastrillo o a los actos de caridad, era recibida, igualmente, con expectación y aparente respeto por las feligresas, que no dejaban pasar la oportunidad de cuchichear entre ellas e intercambiar sonrisas cómplices, y entre las que él se sentía como el gallo del gallinero.

Elvira, era una de sus colaboradoras más jóvenes y activas en los Rastrillos y actos de caridad. No hacía grupo con las señoras mayores, solo mantenía una cortés relación con ellas. Cuando llegaba D. Felix los ojos le brillaban, buscaba la oportunidad para estar cerca de él, ser la primera en atender sus peticiones, sus ideas, sus sugerencias. Su fervor caritativo subía muchos grados cuando él estaba cerca.

Una cosa llevó a la otra, empezaron a verse a solas con cualquier pretexto. Planificar actividades, organizar actos..... Pronto, la atracción de Elvira por Félix, se hizo mutua. El amor, o eso creyeron ellos, prendió en ambos. Pasaron unos meses de pasión y felicidad, ajenos al mundo que les rodeaba. Se confiaron.

Una tarde, terminado un Rastrillo con gran éxito, cuando ya estaban recogiendo los restos de la batalla, Doña Marta al entrar en uno de los habitáculos del Rastrillo les sorprendió en una actitud que consideró poco edificante. Les miró con ojos de reprobación y salió de la habitación.

Fue discreta. No montó ningún escándalo, pero los superiores de D. Félix tuvieron cumplida cuenta de lo sucedido. Monseñor no pudo intervenir. La buena estrella  de D. Félix se había eclipsado.

De aquí, al destierro. D. Félix fue destinado a atender a los feligreses de un grupo de pueblos perdidos en las montañas del Bierzo. La moto le sirvió trasladarse de uno a otro pueblo, pero su llegada en ella no despertaba la misma admiración. Solo, algo de extrañeza.

Elvira dejó de asistir a actos de caridad. Si nunca había estado demasiado integrada en el grupo de señoras, a partir del suceso, resultó imposible. Se marchó a Londres a trabajar como asistente en un hospital. Nunca más se vieron.

D Félix, ha vuelto a Madrid. Han pasado muchos años y aunque aun le queda algo de su actitud presumida, solo puede intentar lucirla en sus paseos por el Retiro.

martes, 16 de octubre de 2012

El cura ( I )



Me gusta ir al Retiro. Bien a pasear, bien a sentarme en un banco a leer un libro o a contemplar la barahúnda de gente que pulula de acá para allá ¿Meditando…? ¿Pasando el tiempo…? ¿Quién sabe?

Se acerca un cura. De los de antes, con sotana, corpulento, ya entrado en años. Se sienta junto a mí en el banco. Tiene ganas de hablar:
─ Soy D. Félix, se presenta, y señalando el libro que tengo entre las manos pregunta.
─ ¿Curiosidad o erudición? Me quedo cortado. Por la cursilada.

─Solo pasando el tiempo, le respondo.

Decididamente, tiene ganas de hablar.

─ Yo paseando. El médico me ha dicho que he de hacer ejercicio, ir al gimnasio. ¡Ir al gimnasio yo! ¡A mis años! ¡Ni lo piense! Pues entonces, me dijo, debe andar mucho. Y aquí estoy, dando un paseo. Porque, ¿Qué edad cree usted que tengo?

Me quedo perplejo. ¿Qué me importa a mí su edad?

─ Setenta, le digo.

Da un salto que me recuerda el que dio el cura del instituto cuando, en el examen de ingreso, me preguntó que quien era San José, y le dije que el padre de Jesucristo. Pensé, como entonces, que me iban a dar un sopapo.

─ ¡No me diga que represento Setenta años!  El enfado le sale por los ojos. Un poco asustado, le digo:

─ Bueno, 65, pero ni uno menos.

Duda, pero al fin dice:

─No, si tiene usted razón ─ No me aclara si sobre los 70 o los 65─  Pero, a otras personas a las que pregunto, me dicen 55... Me tomo mí tiempo y, con ganas de fastidiarle un poco, le digo:

─Padre, no debe hacer caso de todo lo que le digan. Hay mucho hipócrita suelto por el mundo.

Mi mira, se levanta y, algo cabizbajo, continúa con su paseo.

Sigo en el banco, pero soy incapaz de concentrarme en el libro o en el entorno. Mi mente, ha quedado fijada en él. ¡Qué personaje tan curioso! ¿Dónde ejercerá su ministerio? 
(Continuará)


martes, 9 de octubre de 2012

Nacimiento de fantasmas


Se oye un rítmico puf, puf, de fantasmas paridos. Sin gritos ni lloros. Solo unos golpes amortiguados. Como si una pelota de golf cayese sobre un cojín muy mullido.
Nunca había creído en ellos y, ahora, tenía que admitir que estaba presenciando la forma en que mantienen su tasa de población ¿Para que?  Que yo sepa, ellos no deben tener problemas de pirámide de edades. No necesitan un sistema de jubilación…Me aclaran que es necesario mantener una tasa fija de fantasmas por cada cien personas serias en el mundo.

domingo, 7 de octubre de 2012

Vacaciones en el Caribe


- Cariño, yo te querré siempre, pero ¿por qué he de creer que tú me quieres? ¿No me  estarás engañando? No me respondas. Yo sí confío en ti.

- ¿Cómo puedes pensar que yo te engaño? No me hagas esto, me respondió Irene

– Te he dicho que confío en ti. Solo he querido ponerte frente a tus absurdos razonamientos. Cariño, creo que lo mejor será que nos tomemos unas vacaciones. Te prometo que serán maravillosas, déjalo en mis manos.

- De acuerdo, no me apetece mucho, pero te voy a dar una oportunidad, me dijo, poniendo un mohín de fastidio

Una semana después, Nuestro avión despegaba hacia una maravillosa isla en el Caribe. Tras siete horas de vuelo, aterrizábamos en un gracioso aeropuerto, junto a una inmensa playa bañada por un precioso mar azul turquesa. Al bajar la escalerilla, una bofetada de aire cálido y húmedo nos recibió. Las cercanas palmeras completaban un idílico paisaje. Que maravilloso contraste con el día frío y gris que habíamos dejado en Madrid. Febrero es la mejor época del año para disfrutar del Caribe.

-Irene, cariño ¿no habrás olvidado las cremas de protección solar en casa? No quiero que unas inoportunas quemaduras nos impidan disfrutar, plenamente, de nuestra reconciliación. Estoy dispuesto a que, en estos días, desaparezca cualquier duda, sobre mi amor por ti.

Su mirada, y la sonrisa que me dedicó, me hicieron saber que ya empezaban a desaparecer. En pocos minutos, un autobús de la agencia de viajes, nos llevó a nuestro destino.

- Jonás, esto es maravilloso, Es el hotel más bonito que he visto nunca. ¡Te quiero! Ocúpate tú de coger la llave de la habitación y de que nos lleven las maletas. Voy a ver el jardín y la piscina y, si es posible, a dar un paseo por la playa. Enseguida subo.  Preguntaré en recepción el número de habitación.

- ¡No te precipites! ¡Las quemaduras...! No  me oyó, corría, feliz, hacia el jardín

Detrás del mostrador de recepción, una mulata espléndida, con unos ojos negros en los que era imposible dejar de perderse, una sonrisa sugerente, embutida en un uniforme que hacía resaltar un cuerpo maravilloso, me preguntó:

─ ¿El señor viene solito? ¿Cómo desea la habitación? ¿Vistas al mar o a la montaña? Al mar es más fresca.

Su acento dulzón casi me hizo olvidar el objetivo de mi viaje. Apenas pude balbucear:

─ No, no. Vengo con mi mujer. Habitación para 2. Vistas al mar, por favor.

Se volvió para elegir la habitación. Me pareció oírla decir: «Que pena», mientras me daba la llave.

─ Habitación 528. Quinto piso, a la derecha están los ascensores.

Un mozo me ayudó a subir las maletas. Tras una espléndida propina. -¡Gracias señor!, me dijo, mientras me regalaba una sonrisa que prometía el mejor servicio en lo que le pidiera. Salí a la terraza. La vista del paisaje me relajó y estuve a punto de quedarme dormido contemplando el mar.

Cuando Irene entró en la habitación, ni se fijó en que el equipaje estaba a medio deshacer. Estaba exultante..

– Cariño, me dijo, te voy a hacer el amor como en tu vida te lo han hecho. Se abalanzó sobre mí y, con una pasión desconocida en ella, me hizo sentir en las nubes. Yo me entregué como nunca. De mi retina, no se había borrado la imagen de la recepcionista. ¡Era a ella a quien estaba haciendo el amor! ¡Irene no existía! ¡Que estupenda idea la de venir a este hotel en el Caribe!

Despertamos de nuestro delirio, exhaustos, felices; justo con la hora de bajar al comedor a tomar la cena. El equipaje a medio deshacer, mostraba el desorden de la habitación.

La cena fue deliciosa. Nunca había visto a Irene tan feliz. La música que interpretaba un pianista negro, acentuaba el romanticismo del ambiente. En un momento en que Irene se levantó de la mesa, – no llegaré a entender porqué las mujeres siempre tienen que ir al  lavabo en medio de una cena – aproveche la oportunidad para dejar una nota, junto con otra espléndida propina, en la mano del mozo que me había subido el equipaje a la habitación,. La noche acabó con un romántico paseo acariciado por la dulce brisa caribeña.

―Buenos días, Irene, cariño. Hace un día estupendo. Levanta.

― Un suave ronroneo fue su única respuesta. Dio media vuelta en la cama y, mostrándome su espalda desnuda, me hizo comprender que no estaba dispuesta a comenzar el día.

Bajé al jardín y, al pasar por el vestíbulo, la recepcionista, con su maravillosa sonrisa, me dijo

― Buenos días señor, tiene usted un mensaje. Me alargó una nota doblada mientras me decía

─ ¿Está feliz en el hotel? No dude en pedir cualquier cosa que pueda necesitar. Estamos deseosos de ofrecerle el mejor servicio.

Mientras paseaba, leí la nota. El corazón me palpitaba alocadamente, galopaba, las manos me sudaban, me estaba ofreciendo una cita… «Estaré libre a la hora de la siesta. Le espero a las 3, en el solarium de la 9ª planta».

Volví a la habitación. Irene ya estaba despierta. Terminamos de ordenar el equipaje y tras un pantagruélico desayuno, bajamos a la playa. Mi plan tenía que funcionar. En ningún momento permití que Irene descansase sobre la toalla. Baños, carreras, juego de palas, mas baño, más palas. Conseguí dejarla exhausta y feliz y, tras una refrescante comida en el buffet del jardín, me pidió disculpas.

– Cariño, necesito una larga, larga siesta. Me dio un cálido beso y subió a la habitación.

Yo no esperaba otra cosa. Subí, impaciente, a la 9ª planta. En el solario de la terraza, tumbada en una hamaca, con un precioso bikini blanco estaba la mujer más bella y excitante que nunca hubiese visto. Su piel morena resaltaba de manera turbadora. Fui hacia ella y me hundí en sus ojos. Me cogió de la mano…

─ ¡Ven mi amor!, me dijo. No hablamos más hasta que llegamos a su habitación.

Hicimos el amor como yo nunca sospeché que se pudiera hacer. De manera feroz. Sus labios, acariciaban cada parte de mi cuerpo. Los míos no dejaron un pliegue de su cuerpo sin explorar. Al terminar, feliz e insinuante, dijo: ─ Estaré, cada día, esperándote en el solarium. Nunca hay nadie ahí a esa hora.

Los días de vacaciones pasaron en un suspiro. Irene, feliz y confiada, disfrutó de cada día. Sonreía siempre, me miraba con amor, hacía planes de futuro: ― Cariño, deseo estabilizar nuestro matrimonio. Quiero tener un hijo.

Yo asentía. Le decía que haría lo que ella desease, que la quería.....En cuanto tenía ocasión me sumergía en los ojos y en el cuerpo de mi mulata haciendo planes de futuro.

Mientras despegaba el avión, de vuelta a Madrid, con Irene a mi lado, feliz y confiada, mostrándome su amor con caricias y con la mirada más dulce que jamás le había visto, pensaba en como decirle que yo volvería, solo, a la maravillosa isla del Caribe.

jueves, 4 de octubre de 2012

La cervatana


La había comprado a unos indios en la selva venezolana, mientras esperaba a que pasase la tormenta.
— Tiene que ir en la bodega. Dijo el empleado de la línea aérea al verla asomar de mi bolsa de mano.
— ¿Para que queremos este trasto? Dijo Elisa al deshacer el equipaje.
— La colgaré en la pared de mi despacho. Es muy original
— Esta cosa me da miedo, señorita. ¡Yo no la limpio!. Dijo Elvirita.
— ¡Arturito se ha pinchado con una de esas flechas! ¡Tírala!
No me dio tiempo a responder. Elisa estaba al borde de la histeria y ella misma la tiró por la ventana.
Unos minutos después, sonó el timbre de la puerta.
— Un municipal con una multa y la cerbatana. Dijo Elvirita entrando en el despacho.
Pagué la multa y volví a colocarla en la pared.