martes, 25 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXVII)

Fue por poco tiempo; ya hacía más de dos años que había muerto mi padre y la radio salió definitivamente de su lugar de encierro y pasó a ocupar su lugar en mi mesilla de noche. Era tan grande que no cabía nada más en ella. Cualquier cosa que fuese necesaria, tenía que descansar sobre la radio. Aquel aparato cambió absolutamente la visión del mundo que me rodeaba y se convirtió en mi mejor compañía.

Radio Madrid empezaba sus emisiones a las nueve de la mañana, cuando yo me despertaba, y terminaba a las doce de la noche, cuando me dormía, desde ese momento me convertí en un SER adicto. Radio Madrid empezaba dando las noticias de los mercados ¿Qué me importaban a mí los precios de las lechugas, los rábanos y el pollo? Daba igual, me lo tragaba todo.

Después iba un programa que tuvo un gran éxito durante años, “Conozca a sus vecinos”. Lo presentaba “Ferman”, que se hizo famoso con aquel programa. Era increíble ver la cantidad de aficionados que creían ser grandes cantaores, en aquel tiempo de copla o de flamenco la música extranjera estaba casi prohibida. Cantaban por el teléfono a los sones del piano del Maestro Nicolás.  A muchos les resultaba imposible acompasarse con el piano y prefería cantar “a capella”. Otros lo conseguían, a duras penas, después de varios intentos.


Las voces se distorsionaban, se acoplaban con la radio; la mayoría de los aspirantes a estrellas desafinaban como gallinas pero eran inasequibles al desaliento. Un día tras otro se empeñaban en imitar a los ídolos del momento: Juanito Valderrama, Estrellita Castro, Lola Flores, Mari Fe de Triana, Antonio Mairena, Angelillo, Antonio Molina…Cantaban desde sus casas, desde talleres de modistas… Supongo que todos soñaban con salir de la miseria asombrando a alguien que les descubriera como una nueva figura de la canción. Gloria y yo, nos divertíamos mucho oyéndoles desafinar y apostando sobre quién de ellos ganaría ese día y llegaría a la final semanal.

domingo, 16 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXVI)

A mi vuelta de Guadarrama he reanudado mi asistencia al colegio. Un poco desfasado después de casi tres meses de vacaciones, he reencontrado  a mis amigos de la calle y del colegio. A mediados de otoño, hubo una orden o recomendación de las autoridades sanitarias, que la dirección del colegio comunicó a todos los alumnos, referente a la obligación de vacunarse contra alguna afección vírica, la difteria, creo. Mi madre compró la vacuna en la farmacia y un practicante militar que vive en la misma calle y es parroquiano de la tienda, me la puso. Después de ponérmela, me encontré un poco raro, por la noche me dio algo de fiebre y,  al día siguiente, al despertar oriné muy oscuro. Gloria, la chica que mi madre ha contratado para que haga las labores de la casa y poder dedicar más tiempo a la tienda, y yo, nos reímos al ver el color de mi orina;  es sangre. Fue la primera manifestación de lo que, posteriormente, el médico, don Enrique, diagnosticó como una “nefritis”; algo nuevo y desconocido para nosotros, que no llegó a ser bien entendido ni valorado por nadie, salvo por mi madre que, sensibilizada por los acontecimientos anteriores, intuyó la gravedad del problema. Sus malos augurios se confirmaron, una vez más.

La prescripción fue dura. Reposo  absoluto y un régimen de alimentación asqueroso. Nada de sal, caldos de verdura, mucha fruta… Todo aquello que nunca había querido comer pero nada de lo que más me gustaba: carne, huevos o pescado. Parecía que solo eran buenas y recomendables las cosas que menos o nada me gustaban, y me prohibían lo que yo quería comer.  Adiós al colegio, a la calle, a mi vida. Encerrado todo el día en casa, con Gloria, sin levantarme de la cama, no podía hacer nada, salvo leer. Cuando mi madre subía de la tienda, a medio día y por la noche, siempre hacía las mismas preguntas ¿Ha tenido fiebre? ¿Ha estornudado? ¿Ha tosido?

Desde la muerte de mi padre, la radio había estado guardada porque estábamos de luto.  Era un aparato de radio americano, grande, antiguo. Un domingo por la tarde, yo tenía ocho años, pedí a mi madre que la sacase, que quería oír el partido. En realidad no tenía idea de si había o no partido en la radio. Supuse que lo habría todos los domingos.

El fútbol había sido mi juego favorito, en la calle, con mis amigos. Mi padre era del Atlético de Madrid y yo, por emulación, también. Esa, había sido una de las épocas doradas del “Atleti”, con Ben Barek, Carlson, Marcel Domingo y otros grandes jugadores, y con Helenio Herrera de entrenador. Mi padre discutía con Cabrerizo, el dueño de la zapatería que estaba frente a la tienda, que era del Madrid.


Mi madre sacó la radio. Funcionaba mal pero, casualmente, radiaban un partido; la selección española jugaba contra no sé quién en el campo San Mamés y, cuando acabó el partido, mi madre volvió a guardar la radio. 

jueves, 13 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXV)

Durante el primer verano, sucedió algo que me impresionó sobremanera. Una tarde, ya anocheciendo, vimos pasar por Guadarrama, camino de Cuelgamuros, donde se estaba construyendo el Valle de los Caídos, o del Escorial, una comitiva de falangistas bajo la luz de las antorchas, llevaban a hombros un féretro, o así me lo pareció, y cantaban mientras marchaban.

El tío Eugenio, aprovechando la amistad con alguno de los guardias civiles del cuartel de la calle Batalla del Salado, próximo a su tienda - taberna, consiguió un salvoconducto que nos permitió hacer una excursión muy especial, precisamente a Cuelgamuros, Allí pudimos visitar algunas de las instalaciones del monasterio donde se hospedaría la congregación de monjes encargados de mantener el culto. En aquellos momentos, la obra del Valle de los Caídos estaba en plena ejecución y no pudimos visitar la cripta, nos dijeron que era peligroso ya que estaban explotando barrenos; fue un día muy interesante. Tanto el trayecto de ida, como el de vuelta, lo hicimos andando; el tío era un gran andarín y nos obligaba a dar tremendos paseos con los que acabábamos todos rendidos. En particular mi tía Priscila, que no tenía las mismas capacidades y gustos que él. Pero eran lentejas.


El otro lugar de esparcimiento era el río Guadarrama, muchas mañanas bajábamos a bañarnos. El agua estaba helada y el sol me hizo  quemaduras en los hombros que me hicieron sufrir durante muchos días. Cuando acabó el verano, volvimos a la rutina de nuestras casas.

El chico de la hamaca (XXXIV)

El tío Eugenio ha alquilado una casa en Guadarrama para que su mujer y sus hijas pasen allí los meses de verano. Ha decidido, junto con mi madre, que sería bueno para mí estar allí, alejado de la tensión del momento. Me lo paso bien con mis primas que son algo mayores que yo, aunque, como son chicas vemos las cosas de forma diferente y, a veces, nos peleamos. El tío me ha hecho un tirachinas con el que nunca acierto a ningún pájaro.

 La casa está en la parte baja del pueblo, cerca del río. Un matrimonio, con dos hijos, se había hecho una casa y no les debía de sobrar el dinero. La alquilan y, mientras, ellos viven en una especie de chabola contigua. La experiencia se repitió al año siguiente en otra casa. Es una casa, también nueva, seguramente no había sido habitada antes, situada en la parte alta del pueblo, mirando a una especie de campanario donde, en lo alto, ponen su nido las cigüeñas. Es una edificación un poco tétrica que, en algún momento, había sido utilizada como lugar de enterramiento. Un día, los guardeses, nos mostraron restos óseos de cadáveres que, en otro tiempo, fueron sido sepultados allí. 

Los domingos, cuando llegaban en el coche de línea mi madre y el tío Eugenio, liberados del trabajo en sus respectivas tiendas y, a veces, también el abuelo Marcos y las tías, hacíamos excursiones con algunos amigos:  al Alto de los leones, la Fuente de la teja, la Jarosa, Collado Mediano o Los Molinos. Por la noche, mi madre volvía a Madrid en el coche de línea.


domingo, 9 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXIII)

Todo se ha hecho más duro. Mi madre  triste, de luto riguroso durante mucho tiempo, con un velo negro sobre la cabeza, que sólo se quita para estar en la tienda, cargando sobre sus hombros con todas las responsabilidades y tratando de abarcarlo todo y volcando sobre mí su frustración por no haber podido impedir la muerte de mi padre, sobreprotegiéndome, luchando contra el mundo. El colegio es una liberación, aunque, sin el estímulo de mi padre, he perdido buena parte de interés. La calle y mis amigos son mi válvula de escape.

Mi madre hace esfuerzos por alejarme, cuando puede, del ambiente triste de casa y pide a las vecinas, Julia y Ángeles que me lleven con ellas al cine. Es un poco “rollo” porque siempre vamos a ver películas históricas o de vidas de santos, pero es lo que a ellas les gusta.


Otras veces voy con Isabel y José Antonio y es diferente. Hemos ido a ver una película de dibujos animados, “Los tres caballeros” de Walt Disney, al cine Sevilla. Lo he pasado muy bien pero, a la entrada, he metido la pata. José Antonio ha intentado colarme sin pagar, diciendo al señor de la entrada que tengo cuatro años. Yo, muy ofendido, le he dicho que no, que tengo cinco. Todos se han reído y José Antonio ha tenido que sacar otra entrada.

domingo, 2 de marzo de 2014

El chico de la hamaca (XXXII)

¡Por fin ha pasado! Nadie había querido hacerme caso. Yo veía lo que iba a pasar, pero nadie más había querido verlo. Se lo había repetido mil veces a sus hermanas.

«Mi hermano nunca ha estado malo», era la respuesta. Por la noche, en la cama, oía como le golpeaba el corazón, a veces se paraba, a veces corría enloquecido. Él no quería darle importancia y seguía adelante, tenía que ir a la tienda. No se había curado bien la gripe y había vuelto a trabajar antes de tiempo. En la tienda hace mucho frío. Salió a la peluquería y volvió con fiebre otra vez. ¿Quién le había mandado ir a acortarse el pelo? ¿Qué prisa tenía? ¿Y ahora voy a hacer sola con la tienda? ¿Y con mi hijo?

Además tengo que arreglar los papeles de la herencia. No tengo idea de lo que hay que hacer. No había hecho testamento y sus hermanas intentan dirigirme. Creo que no tienen razón pero se inmiscuyen en mis cosas y me hacen todo más difícil.

Una familia de abogados, conocidos de mi hermana Blasa se ha hecho cargo del papeleo y me han ahorrado todo el trabajo. Los temas legales han quedado claros y mis cuñados han dejado de acosarme. Mi cuñado, Eugenio, me ayuda, los fines de semana a llevar las cuentas de la tienda. De todos modos, no supero la situación. No duermo y he perdido trece kilos de peso. Lidiar con los corredores, los almacenistas, la sociedad de ultramarinos… Todo lo veo difícil y negro. El dependiente que había en la tienda, antes de la muerte de mi marido, se ha ido a hacer el servicio militar. No quiero admitirle de nuevo cuando lo termine porque nunca me ha parecido trigo limpio, lo que me va a obligar a contratar otra persona.

El abogado que me ha arreglado los papeles de la herencia, me ha preparado los de la liquidación del dependiente y ya he podido contratar a otro muchacho; más joven, pero voluntarioso y trabajador. Creo que he acertado con el cambio.