¿Habían pasado dos años?
¿Tres? No pude precisarlo en ese momento pero, un día, cuando ya no pensaba en
él, no al menos con tanta frecuencia como al principio de su desaparición, me
lo encontré en la calle. Me costó trabajo reconocerlo, y no sé si él me hubiera
reconocido a mí si no le hubiese tocado en el brazo. Iba como absorto, mirando
muy lejos, con unos ojos que parecían aún más claros de como siempre los había
tenido; mucho más delgado, con el pelo completamente blanco y muy moreno. No el
moreno de tres semanas de playa, un moreno introducido hasta lo más profundo de
su piel, un moreno que ya no se le iba a quitar aunque nunca más volviese a darle
el sol. Vestía una sahariana de manga corta y un pantalón, muy amplios, que
resaltaban más su extrema delgadez. Cuando me reconoció no dijo nada. Solo
sonrió de una manera suave y me dio un abrazo largo, tierno, silencioso. Creo
que estuvimos así algunos minutos, sin intercambiar palabra. Cuando acabó
nuestro saludo, me dijo:
― Tengo muchas cosas que
contarte, pásate mañana por la tarde por mi casa.
No me dijo más ni yo me
atreví a preguntarle; siguió con su paseo, mirando lejos, como si no le
interesase nada de lo que tenía a su alrededor.
Al día siguiente me recibió
vestido con un kaftan de color claro. Era evidente que durante el tiempo en el
que había estado desaparecido se había aficionado a las ropas amplias y
cómodas. Adiós a la ropa convencional, perecía decir su imagen. Su sonrisa
irradiaba paz y un cierto halo de melancolía. Daba la sensación de estar sin
estar, como de vivir en otro mundo.
― Que bien tenerte de nuevo
aquí ― le dije ― había, habíamos perdido la esperanza de volver a verte. No me
lo podía creer cuando te vi de nuevo ayer.
― No hace falta que seas
hipócrita. No creo que nadie me haya echado mucho de menos, ni mi familia ― la
poca que tengo ―. De todas maneras, nada de eso es importante. Han sido tres
años muy duros, en los que me han sucedido cosas en las que nunca hubiera
podido pensar.
― Pero, dime ¿qué te pasó?
Te ibas para un viaje de unos pocos días y has vuelto tres años más tarde y, en
este tiempo, nadie parece haber sabido nada de ti.
― Ya. No sé si recuerdas,
quizás ni te lo dije, que me fui a Túnez. Allí, durante la excursión a Matmata,
un grupo de guerrilleros de GSPD, la Al Quaeda del Magreb, ― esto lo supe más
tarde ― me secuestró ¿Por qué? Nunca supe por qué me eligieron a mí, al resto
de turistas que me acompañaban ni los tocaron. El hecho es que me vi envuelto
en algo que, ni remotamente, había pensado. Pero, perdona mi falta de
hospitalidad ¿quieres tomar algo? He preparado un té moruno. Espero que sea de
tu agrado. He tenido mucho tiempo para aprender a hacerlo bien.
Entonces reparé que en la
mesita del salón, había un servicio de té con platitos de exquisiteces de la
cultura árabe: dátiles, dulces, almendras…
― Que bien, no sabes lo que
me gustan todas estas cosas ― le dije.
Una vez que sirvió el té,
Adolfo empezó su relato, no sin antes remarcarme el carácter ritual que este
acto tiene para los habitantes del Magreb...
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