A mi vuelta de
Guadarrama he reanudado mi asistencia al colegio. Un poco desfasado después de
casi tres meses de vacaciones, he reencontrado
a mis amigos de la calle y del colegio. A mediados de otoño, hubo una
orden o recomendación de las autoridades sanitarias, que la dirección del
colegio comunicó a todos los alumnos, referente a la obligación de vacunarse
contra alguna afección vírica, la difteria, creo. Mi madre compró la vacuna en
la farmacia y un practicante militar que vive en la misma calle y es
parroquiano de la tienda, me la puso. Después de ponérmela, me encontré un poco
raro, por la noche me dio algo de fiebre y,
al día siguiente, al despertar oriné muy oscuro. Gloria, la chica que mi
madre ha contratado para que haga las labores de la casa y poder dedicar más
tiempo a la tienda, y yo, nos reímos al ver el color de mi orina; es sangre. Fue la primera manifestación de lo
que, posteriormente, el médico, don Enrique, diagnosticó como una “nefritis”;
algo nuevo y desconocido para nosotros, que no llegó a ser bien entendido ni
valorado por nadie, salvo por mi madre que, sensibilizada por los
acontecimientos anteriores, intuyó la gravedad del problema. Sus malos augurios
se confirmaron, una vez más.
La prescripción fue dura. Reposo
absoluto y un régimen de alimentación asqueroso. Nada de sal, caldos de
verdura, mucha fruta… Todo aquello que nunca había querido comer pero nada de
lo que más me gustaba: carne, huevos o pescado. Parecía que solo eran buenas y
recomendables las cosas que menos o nada me gustaban, y me prohibían lo que yo
quería comer. Adiós al colegio, a la
calle, a mi vida. Encerrado todo el día en casa, con Gloria, sin levantarme de
la cama, no podía hacer nada, salvo leer. Cuando mi madre subía de la tienda, a
medio día y por la noche, siempre hacía las mismas preguntas ¿Ha tenido fiebre?
¿Ha estornudado? ¿Ha tosido?
Desde la muerte de mi padre, la radio había estado guardada porque
estábamos de luto. Era un aparato de
radio americano, grande, antiguo. Un domingo por la tarde, yo tenía ocho años,
pedí a mi madre que la sacase, que quería oír el partido. En realidad no tenía
idea de si había o no partido en la radio. Supuse que lo habría todos los
domingos.
El fútbol había sido mi juego favorito, en la calle, con mis amigos. Mi
padre era del Atlético de Madrid y yo, por emulación, también. Esa, había sido
una de las épocas doradas del “Atleti”, con Ben Barek, Carlson, Marcel Domingo
y otros grandes jugadores, y con Helenio Herrera de entrenador. Mi padre
discutía con Cabrerizo, el dueño de la zapatería que estaba frente a la tienda,
que era del Madrid.
Mi madre sacó la radio. Funcionaba mal pero, casualmente, radiaban un
partido; la selección española jugaba contra no sé quién en el campo San Mamés
y, cuando acabó el partido, mi madre volvió a guardar la radio.
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