domingo, 27 de octubre de 2013

El chico de la hamaca (XIV)

Era un domingo de septiembre, la mañana prometía un día excelente, con un cielo azul brillante y un  ligero viento; mi madre se levantó de buen humor y me dijo.

  Hijo, vamos a dar un paseo por el Retiro.

Salimos y le decimos a Merceditas, la sobrina de Juan, que nos acompañe a dar un paseo cerca del estanque. A media mañana se levanta un viento frío, aparecen nubes y como no vamos bastante abrigados decidimos volver. Después de comer me siento raro, me duele la garganta pero no digo nada, juego con mis tías y el abuelo que han venido a vernos. Me parece que tengo fiebre.

A la mañana siguiente, cuando me levanto, orino sangre, me asusto y vuelvo a la cama. Mi madre se ha levantado temprano; como cada día, ha ido a hacer la limpieza del laboratorio. Al volver a casa a media mañana se encuentra con el problema; se pone nerviosa y llora. Otra vez vuelta a empezar.

Los días pasan y el problema no remite, la penicilina no hace efecto. Tomo cada día más medicinas, inútil. No me levanto de la cama, sigo orinando sangre y cada día me ponen tres inyecciones. Mi madre ha comenzado este verano a hacer de practicanta y me las pone ella. Tenemos que ahorrar, no podemos pagar un practicante tres veces al día. Lloro, me rebelo y grito.

¡Quiero morirme de una vez!

No sé porque lo he dicho, no quiero morirme. Mi madre llora, le he hecho mucho daño al decir eso pero cada día me siento peor. No puedo comer, Vomito.

El médico ha venido a visitarme a casa. Al reconocerme, encuentra un problema inesperado que está incidiendo en el problema renal y que justifica mi malestar; tengo apendicitis. Me ponen hielo en el vientre y el problema mejora pero el hielo me produce un fuerte catarro. Más antibióticos. Cuando, por radiografía, se confirma el diagnóstico, el cirujano se niega a hacer la operación; dice que mi problema renal no lo permite que hay que esperar a que mejore el cuadro general.

Todavía hace buen tiempo, incluso hace calor. Se pueden abrir los balcones y una tarde, el sonido de un organillo entra por ellos. Me gusta la música, me alegra. Mi madre lo nota y baja a dar una propina al organillero, para que se quede un rato más tocando bajo el balcón.


Parece que lo peor ha pasado y me voy sintiendo mejor. Mi amiga Merceditas sube a verme a ratos y lo paso bien con ella; tiene mucha gracia y con sus dichos y chistes  me hace reír. Nos cambiamos tebeos y el tiempo se me hace más corto con ella. No es del barrio, ni siquiera es de Madrid. Está pasando una temporada en casa de su tío Juan, el de la bodeguilla y, desde su llegada, nos hemos llevado muy bien. Hace mucha burla de Pepe, el de teléfonos. “El empalmao”, le llama, por lo alto y delgado, como vive en el patio contiguo a la bodeguilla de Juan, sabe de todas sus locuras y se burla de su mal carácter y de su familia. 

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