Mi
madre siempre encontraba cómo pasar al hospital fuera de las horas permitidas,
cada día, a una u otra hora pasaba. No sé cómo lo hacía, pero se saltaba las
normas para perseguir a los médicos, presionarles, hacerles sugerencias,
pedirles explicaciones. Les tenía hartos, no sabían cómo quitársela de encima.
Sor Ramona terminó por dar por perdida la batalla y rendirse ante su terquedad
y a los regalos que le hacía mi madre.
─
“Unas flores para la virgen, hermana”, “una cajita de bombones para las
hermanas de la comunidad”… No faltaba nunca; incluso en una ocasión en que se
convocó una huelga contra la subida de los transportes públicos, subió andando,
desde Vallecas, hasta la glorieta de Atocha, para no perder un solo día de
verme y abordar a los médicos tratando de obtener alguna respuesta positiva a
sus muchas preguntas.
Un
día me dijeron que me iban a llevar a la clínica nueva a presentar mi caso en
una conferencia médica y se lo dije a mi madre. Cuando iba a salir del
hospital, acompañado del doctor Moncada, mi madre se presentó.
─
¿Cómo van a ir?─ le preguntó.
─
En metro, contestó el doctor.
Mi
madre intentó darle dinero para que
fuéramos en taxi, para que yo “no cogiera frío”, dijo. El doctor no lo
aceptó, pagó él el taxi y me dijo.
─
Te tienen muy mimado.
Mi
madre es así. No se rinde nunca.
El
desplazamiento a la clínica no tuvo resultado. Después de perder allí toda la
mañana, esperando que expusiesen mi caso, no hubo oportunidad, los casos
anteriores ocuparon más tiempo del previsto y cuando volví al hospital, ya
habían repartido la comida. Me habían dejado el plato de puré de patata y un
bistec más negro que mis zapatos sobre un
radiador. No quise ni probarlos.
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