Gumersindo
era un tipejo de unos cuarenta años, bajito, delgado, esmirriado, se podría
decir y, sobre todo, calvo, muy calvo. Quizás por esta razón nunca se separaba
de su gorra, de cuadros siempre. Cuando una se hacía vieja, la sustituía por
otra. Siempre de cuadros.
Era muy
popular en el barrio. Siempre vivo, nervioso, cargado, con su maletín de
herramientas a la espalda, con su “mono” limpio, entrando en su taller de
fontanería temprano cada mañana.
Su
primera labor era descolgar el teléfono para ver que avisos tenía. Sabía que la
gente del barrio no utilizaba este sistema. Se acercaban al taller a darle el
aviso o, si no estaba, le dejaban un papelito por debajo de la puerta; pero él,
hombre inquieto, se había propuesto “ampliar el negocio” y había conseguido que
su taller apareciera en las guías de la zona y en las páginas amarillas. No
había tenido reparos en darse “bombo” para hacer aparecer su taller como el
mejor de todo Madrid.
Justo
ayer, había contratado a Miguelito. Un chaval vecino suyo que, una vez acabado
su curso de formación profesional, no era capaz de encontrar un trabajo que él
considerase acorde con su gran valía.
Aquella
mañana, entró en su taller y descolgó el teléfono, como de costumbre; lo que
oyó le dejó desconcertado.
─¡Hello! ¿Is there the
plumber shop? ¡I need your help urgently! ¡Please! My kitchen is under water. My address is, Alcalá street number
one hundred twenty. Four floor. My phone number is
91 2222222.
¿Qué era
esto? ¿La gente no sabía hablar en
cristiano? Volvía a escuchar el mensaje y, una y otra vez, la maldita máquina repetía
lo mismo ¿Dónde estaba Miguelito? ¡Maldita la idea de poner el teléfono en las guías!
Miguelito
apareció y le pasó el teléfono tratando de explicarle el problema. Miguelito
escuchaba con aire de suficiencia. Alguna clase de inglés había dado y, a
“trancas y barrancas”, logró descifrar lo suficiente del mensaje para
explicarle el contenido a su jefe.
Ambos
salieron corriendo del taller. Gumersindo, ya más tranquilo, pensaba en la oportunidad que se le había presentado
–
Miguelito, si salimos con éxito de este compromiso, te hago fijo ─ le dijo.
La casa
de la calle Alcalá era impresionante; con portero que les hizo pasar por la
puerta de servicio, claro, y la clienta ¡Que clienta! Gumersindo nunca había
visto nada igual hasta el momento en que les abrió la puerta: Joven, alta,
rubia, nerviosa, los pies empapados en agua, con ojos implorantes… Ni pareció
fijarse en lo esmirriado de Gumersindo. Él, su gorra, su maletín de
herramientas y Miguelito le parecieron el 7º de caballería que venía a salvarla
de la inundación.
Mientras
Gumersindo, como el buen profesional que era, solucionaba la avería, Miguelito,
“chapurreaba” en inglés con la “guiri” Please, thank you, hello, beautiful, ¿from where are
you? Solo le faltó decir aquello de “My
taylor is rich”. La
“guiri” le contaba que había llegado la noche anterior de Conneticut ¿Dónde
estaría eso? y que hoy, al levantarse, se había encontrado con la avería.
─ Bueno,
esto ya está ─ dijo Gumersindo feliz cuando acabó de reparar la avería. Por
primera vez en su vida se esmeró al hacer la factura, tratando de no mancharla.
La
“guiri” estaba contentísima; no solo les dio una espléndida propina, también
les invitó a un whisky.
Cuando
salían, Gumersindo pensaba que no había sido tan mala la idea anunciar su
taller en las guías, pero se había hecho el propósito de aprender inglés. No
era plan que él hubiera tenido que hacer todo el trabajo mientras, Miguelito,
“chapurreaba con la guiri” e intentaba ligar con ella.
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