Unos días más tarde
el resultado de los análisis da que la albúmina ha subido. El médico me dice
que debo haber corrido mucho por los pasillos de mi casa disparando la pistola
¿Por qué dice eso? En mi casa no hay pasillos y apenas me he movido los días
que he estado allí.
***
Otra
vez empieza la historia. Cada día, ver qué puedo hacer para entrar en el
hospital, perseguir a los médicos, implorar que me den alguna esperanza… Todo
sigue igual, su escepticismo, su falta de explicaciones, su indiferencia.
Alguno de ellos parece más humano y trata de confortarme, pero el jefe de sala
sigue igual, Da la impresión de que ya se le han olvidado los capones. Hoy, me
han dado una noticia.
─
Vamos a experimentar un nuevo tratamiento, le vamos a inyectar en vena una
vacuna a pequeñas dosis. Empezaremos por una décima de cm3 e iremos subiendo la
dosis hasta provocar fiebre y una reacción. Esto podría cambiar el rumbo de la
enfermedad.
Los
médicos internos no tienen experiencia, a mi hijo no se le ven las venas, le
pinchan una y otra vez sin conseguir que el líquido las encuentre. No ha habido reacción y hay que
aumentar una décima más.
Así
una segunda vez, y una tercera, el error se repite. Pido que se lo haga alguien
experto y llaman a una señorita del laboratorio que consigue inyectar sin
problemas la cuarta dosis.
La
cuarta dosis ha sido, en realidad, la primera y la reacción ha sido brutal. La
fiebre le sube al infinito y los riñones reaccionan orinando sangre ¡Está muy
mal! ¡Puedo perder a mi hijo! ¿Por qué le he llevado al hospital?... Cada
mañana, antes de la hora del desayuno estoy en la sala, a ver como ha pasado la
noche y hablo con sor Avelina que hace, a esa hora, la última ronda de la
noche.
Después
de unos días, la crisis ha ido remitiendo; la fiebre ha desaparecido y parece
se va recuperando. Sor Avelina me dice que todo va bien.
Ayer,
mi hijo me ha dicho que quiere salir de allí y le digo que sí. Ha visto morir a
un señor en una cama frente a él. No ha sido el primero pero, éste, le ha
impresionado especialmente. He hablado con los médicos y me dicen que le van a
dar el alta y le van a poner un tratamiento nuevo, un medicamento recién
aparecido, la prednisona, de la que esperan buenos resultados. En unos días,
volveremos a casa.
No
quiero que el tratamiento lo lleven los médicos del hospital y he Llamado al
médico que le atendió al comienzo de la enfermedad, el pediatra de siempre. Ha
venido a verle a casa y ha cambiado la prednisona recetada en el hospital por
otra de otro laboratorio.
─
Es menos tóxica, dice, pero el medicamento es terriblemente caro, la caja de
diez pastillas cuesta mil pesetas y hay para tres días de tratamiento.
Por
medio de Eugenio, uno de mis cuñados, un chico que trabaja en el laboratorio
nos consigue el medicamento con un descuento del veinticinco por ciento. Algo
es algo, pero es imposible mantener ese ritmo de gasto por mucho tiempo.
Las
noches son lo peor. No me acuesto y me quedo sentada junto a la cama de mi
hijo. Él se duerme pronto pero, inmediatamente, empieza a sudar, frío, le seco
la frente hasta la una o las dos de la mañana en que cesa el sudor. Entonces me
voy a la cama, pero duermo poco y mal, cualquier ruido me despierta, incluso
sin que haya ninguno me parece oírlos.
Trato de captar su respiración y me levanto varias veces a lo largo de la
noche. Como poco y mal, solo me mantiene la tensión nerviosa a la que estoy
sometida.
Sor
María viene a casa para traer el antibiótico e inyectárselo, lo que nos ahorra
mucho dinero, ya que solo tengo que darle una pequeña ayuda voluntaria para el
dispensario. También nos regala los otros medicamentos menos importantes,
vitaminas y cosas así.
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