lunes, 19 de agosto de 2013

El chico de la hamaca (V)

Eusebio, “El Niño de Madrid”, “cantaor” de flamenco que nunca lucía sus habilidades fuera de los tablaos, era un vecino peculiar en una calle llena de vecinos peculiares. Tenía una forma de vida diferente, como de vampiro. Dormía durante el día y era de noche cuando se le podía ver caminar, calle abajo, hacia el colmado que hubiera contratado sus servicios esa noche. Algunos decían que era más chulo que “El punteras”. En realidad su pierna derecha se movía como el remo de una barca. Este defecto era utilizado, incluso por alguno de sus hijos cuando, después de hacerle alguna trastada, corría delante de él llamándole: ¡“pata chula”, “pata chula”!


Mariano, un antiguo empleado de los talleres de la RENFE quien, después de su jubilación, había convertido un pequeño habitáculo en el bajo de la casa que habitaba el chico, en taller de cerrajería. Su trabajo no era agotador, simplemente esperaba a que cualquiera de los vecinos del barrio necesitase de sus servicios: bien abrir alguna puerta, bien desmontar y arreglar alguna cerradura, o colocar una nueva, si la avería de la anterior no tenía solución. Era un hombre con una inteligencia y conocimientos superiores a las que cabría esperar de su apariencia y en los tiempos en los que no tenía ninguna labor que hacer, leía constantemente libros ─obtenidos, seguramente, de compraventas y trueques en el Rastro─. Eran ediciones baratas y, por su aspecto, muy antiguas. En el verano, para su labor de lectura, sacaba una banqueta a la puerta del portal, o compartía la sombra de la acacia con el chico con quien charlaba y discutía de temas “serios”; también con los otros chicos que se acercaban al corro. Era un viejo republicano, ejemplo típico de las personas que, tras perder la guerra, tuvieron que adaptarse a vivir bajo un régimen con el que no estaban de acuerdo.

domingo, 11 de agosto de 2013

El chico de la hamaca (IV)

La llegada del verano hacía más evidente la falta de privacidad. Una buena parte de los vecinos, ya avanzada la tarde, sacaba las sillas a las aceras, después de haber regado éstas convenientemente para eliminar, en lo posible, el fuego depositado por el sol durante el día, y trataba de aprovechar la escasa brisa que pudiera correr. Algunos, incluso cenaban en improvisadas mesas en las mismas aceras sin importarles exhibir su intimidad ante el resto de sus vecinos. Las discusiones domésticas eran públicas. Todos vivían allí desde hacía muchos años y se conocían bien. Era un grupo de buena gente, muy variopinta, que tenían que buscarse la vida en un ambiente duro y difícil.

 El bueno de Raimundo protagonizó, sin pretenderlo, una anécdota. Un día, siendo espectador de los juegos de los muchachos de la calle durante la hora de la siesta, recibió una ducha de agua fría desde uno de los balcones de la casa bajo la que se desarrollaba el juego, después de una serie de advertencias de la madre del chico por la barahúnda que estaban provocando, y que impedía descansar a los vecinos en las pesadas sobremesas caniculares. Raimundo recibió la ducha con una sonrisa ante el comentario de su hija de que “eso le pasaba por jugar con los chicos”


Pepe, el de teléfonos, apodo que tenía relación con la compañía en la que trabajaba, tenía un carácter endiablado y una gran afición por cualquier artilugio que se moviera por motor y tuviera ruedas, sobre todo las motocicletas. Siempre tenía alguna; ninguna nueva, claro, aunque, después de pasar por sus manos, lo parecían; incluso las mandaba pintar de nuevo y cada una, era mayor y más potente que la anterior. La octava maravilla fue una con sidecar, que le permitía, con alguna dificultad, montar a los cinco que eran de familia e ir los domingos a La Pedriza. Previamente, el sábado, sacaba  la moto a la calle y, con la ayuda de sus hijos la desmontaba pieza a pieza. La revisaba, le sacaba brillo y si alguno de sus ayudantes no seguía sus indicaciones al pie de la letra, no se libraban de la bronca y de algún que otro golpe. Realmente estaba un poco loco. Pepito, su único hijo varón, se llevaba la peor parte. Ya se encargaba él de hacérselo pagar a sus hermanas.