Eusebio,
“El Niño de Madrid”, “cantaor” de flamenco que nunca lucía sus habilidades
fuera de los tablaos, era un vecino peculiar en una calle llena de vecinos
peculiares. Tenía una forma de vida diferente, como de vampiro. Dormía durante
el día y era de noche cuando se le podía ver caminar, calle abajo, hacia el
colmado que hubiera contratado sus servicios esa noche. Algunos decían que era
más chulo que “El punteras”. En realidad su pierna derecha se movía como el
remo de una barca. Este defecto era utilizado, incluso por alguno de sus hijos
cuando, después de hacerle alguna trastada, corría delante de él llamándole:
¡“pata chula”, “pata chula”!
Mariano,
un antiguo empleado de los talleres de la RENFE quien, después de su
jubilación, había convertido un pequeño habitáculo en el bajo de la casa que
habitaba el chico, en taller de cerrajería. Su trabajo no era agotador,
simplemente esperaba a que cualquiera de los vecinos del barrio necesitase de
sus servicios: bien abrir alguna puerta, bien desmontar y arreglar alguna
cerradura, o colocar una nueva, si la avería de la anterior no tenía solución.
Era un hombre con una inteligencia y conocimientos superiores a las que cabría
esperar de su apariencia y en los tiempos en los que no tenía ninguna labor que
hacer, leía constantemente libros ─obtenidos, seguramente, de compraventas y
trueques en el Rastro─. Eran ediciones baratas y, por su aspecto, muy antiguas.
En el verano, para su labor de lectura, sacaba una banqueta a la puerta del
portal, o compartía la sombra de la acacia con el chico con quien charlaba y
discutía de temas “serios”; también con los otros chicos que se acercaban al
corro. Era un viejo republicano, ejemplo típico de las personas que, tras
perder la guerra, tuvieron que adaptarse a vivir bajo un régimen con el que no
estaban de acuerdo.